miércoles, 31 de julio de 2013

STONE ROSES ( PARTE 1)

Una tarde de 1990
Salí centelleando del colegio para coger el bus urbano directo a Portobello. Llegué, pedí lo que quería, pagué y retorné corriendo a la parada de San Andrés para que en casa no notasen que había llegado más tarde de lo habitual ya que, tras mis últimos tres suspensos, la cosa no estaba para demasiados equilibrios malabares con la hora de llegada. Ya sentado en el bus, abrí la bolsa y saqué mi nueva adquisición: el lp de debut de los STONE ROSES , un joven cuarteto británico del que había leído parabienes por todas partes y del que, preso de una malsana curiosidad adolescente y la bastante confundida idea de que eran “un grupo mod”, decidí comprarme su disco prácticamente a ciegas, pese a que las 1200 ptas de la época supusieran -calculo- 3 fines de semana sin salir. Observé minuciosamente la portada, la contraportada y la funda interior, y la inocencia de mis 15 años se quedó completamente fascinada de aquellas imágenes. En el asiento de al lado mi carpeta totalmente forrada con fotografías de U2 palidecía de envidia y temía por un triste final. Yo no lo sabía pero algo iba a cambiar por completo. Dos o tres meses después, tras escuchar casi diariamente ese puñetero disco y ponerme ya en busca y rastreo maxis, singles y pantalones de campana, le enseñé aquellas fotos a mi madre y señalando a John Squire le dije: “Quiero que me cortes el pelo así” . Ella, claro, me contestó lo de siempre: “Déixate de tonterías e ponte a estudiar dunha vez, que a música non te vai dar de comer “. Mucho me temo que tenía toda la razón.
Sin embargo el gusanillo del pop estaba ahí, como un robusto virus spyware resistente a todo tipo de vacunas, desactivándome de continuo para llevarme a sus dominios y los discos, pues los discos haciendo el trabajo de demolición (o de construcción, quién sabe) que decían CHUCHO . Y se quedó a perpetuidad. El pop unido al adjetivo “indie”, extraña alianza de la que no sabía muy bien su significado y que, a decir verdad, sigo sin conocer muy bien a día de hoy, pero que me parece la más bonita de cuantas etiquetas musicales existen. Todos aquellos grupos que escupían las portadas de los tabloides británicos producían vértigo. Te incitaban a querer ser como ellos: arrogantes y jóvenes, vulnerables y desafiantes, frágiles, poderosos e indestructibles, en definitiva, tan endiabladamente cool. Como siempre, y casi ya cuadrando la perfección, las plumas más adultas de la prensa les miraban con desdén, acusándoles de nostalgia, de no crear nada nuevo, de copiar sonidos ya hechos, de meros niñatos narcisistas vacíos con mucho que ladrar y poco que contar... sin reparar, claro, en que estábamos asistiendo a uno de los capítulos que, a la larga, serían más influyentes e importantes del pop británico.
Los STONE ROSES de aquel momento eran –opino- una banda prácticamente perfecta. Un batiburrillo donde confluían una imagen magnética, un sonido rayano lo genial y toneladas de implacable carisma que había renovado los aires pop de las islas. Se acababa el lamentarse en habitación de THE SMITHS, viendo como se escapaba lo poco que quedaba de juventud a pasos agigantados leyendo a Oscar Wilde, moldeando el tupé como un Elvis con alma de Roy Orbison y amparado en el paternalismo fatalista de Morrissey. Era el momento de salir a la calle, enmarañar el pelo y caminar con altiva indiferencia. De sentirte envidiado, robarle la novia a ese julandrón que te ponía del hígado y reírte luego cuando en las “cinta de baladas” que le grababa le metía “Lola” de los KINKS como “nuestra canción”. De ponerle una banda sonora al trayecto entre la revolución y estabilización hormonal de la juventud y estirarla lo más posible, de colocarse, follar, gritar y hundirse en el precipicio. De saber que tu “lo tienes” y ellos no, de ajustar cuentas con quienes te han hecho daño, sentirte puteado y putear, ir a comerte el mundo y terminar devorado por él. Y, luego, superar el trauma posterior con los mismos brochazos de psicodelia, acidez y pop que trasmite esa genial portada ya clásica de la iconografía musical de las últimas décadas. La madurez de verdad y sus ajustes de cuentas ya llegarían después. Algo que, claro, o se siente y se vive, o no se entiende. Algo que, claro, convierte este disco en algo vital o, simplemente, en un buen trabajo del último pop británico. Algo, en definitiva, por lo que estas loas devendrán como un pálido y bienintencionado reflejo de un momento o irritarán por su malsano subjetivismo. Avisados quedan. 

Una actitud y cuatro aptitudes
Ian Brown , John Squire , Mani Mountfield y Reni formaban la mítica nómina del grupo en el momento de grabación del disco. Salvo Ian Brown (un cantante bastante normalito y limitado, pero dueño de esa algo simiesca gracia de colgado en otro planeta y filtrado por los milagrosos cuidados de producción en su voz) se trataba de tres músicos superdotados de talento, imaginativos como pocos y que, juntos, cristalizaban en una química extraordinaria como no se recordaba en el pop británico desde al advenimiento de los SMITHS. En esta ocasión, sin embargo la suma de las partes se disponía mucho más equilibrada. Por un lado tenemos a Reni que transformó su gorro de dominguero en una de las imágenes más características del grupo y, por extensión, del sonido Madchester, un espléndido batería capaz de aunar la explosividad de THE WHO, la sutileza de LOVE y la contundencia minimal de THE VELVET UNDERGROUND, deslumbrar a quien lo viera en directo y, al tiempo, ser un más que eficaz lugarteniente vocal de Ian Brown con sus (nunca justamente valorados) coros. Mani Mountfield , por su parte, venía a ser el “buen rollito” del cuarterto, su miembro más accesible y locuaz, así como el pegamento que unía las grietas surgidas en el seno de la convivencia del grupo. En las cuatro cuerdas de su característico bajo late el pulso de la british invasion, el funky y al afther punk con una robustez increíble, dotando de cuerpo y fuelle constante el sonido del grupo que gracias a él se tornaba dinámico, elástico y, por momentos, bailable. Por último, John Squire , posiblemente el componente más carismático y reverenciado de la banda, el talento visible al ojo público envuelto en un halo angelical y una auténtica rata bibliotecaria de los libros escritos por Brian Jones, Roger Mcguin, Jonny Marr, George Harrison y tantos otros, que terminó por colocar el suyo en el mismo estante de los grandes.
Pero no sólo estaban ellos, la cuadratura se perfeccionó definitivamente con la intervención de John Lekie , el productor que dotó a esas composiciones de un sonido casi impensable si tenemos en cuanta los orígenes de la banda. Para ello es recomendable, a efectos casi meramente periciales, la escucha de “Garage Flower” (Garage Flower records, 1996) un disco inédito, originalmente grabado en 1986 y rescatado en pleno apogeo britpoper, que recoge lo que debería haber sido el primer lp de los STONE ROSES . Afortunadamente nunca llegó a tal y, con el tiempo se ha quedado como lo que siempre debió ser: una rareza para completistas y curiosos, sin más interés que el fetichista y documental. En él se hayan unas rudimentarias primeras versiones de “I wanna be adored” o “This is the one” junto a un ramillete de composiciones cortadas por la urgencia, el nervio punk y los grisáceos aromas de ciudad industrial, producidas por el mítico Martin Hannet . Dos de ellas, “Tell me” y “So Young” serían las que conformarían el primer single del grupo, un sonido que nada tendría que ver con EL SONIDO, que se avistaría por primera vez ,aún algo tímido y deudor de las angulosas formas anteriores, con el single “Sally Cinnamon” (FM/Revolver, 1987), una preciosidad pareja en tiempo y formas al “Sonic Flower Groovie”, aquel poco conocido y super revindicable trabajo de los PRIMAL SCREAM pre-“Screamadelica” que tanto influyó en los primeros STONE ROSES . Luego llegarían las toneladas de wha-wha “Elephant Stone” (Silvertone, 1988), producido por otro ilustre, Peter Hook ( JOY DVISION, NEW ORDER) pero, en fin...hagamos stop y el repaso a sus (maravillosos) singles lo dejamos a otra ocasión. Ahora situémonos en mayo de 1989, la fecha de edición de “Stone Roses” .
En su portada se avista un enmarañado fondo psicodélico, el nombre del grupo con tipología pop, varias rodajas de limón (una de ellas en el corazón mismo del grupo, como queriéndolo impregnar de acidez) y en el lateral tres pinceladas con los colores de la bandera británica. Los puntos de apoyo de la clásica cubierta de “Stone Roses” ya dicen mucho, a primera vista, de lo que contendrá su interior, pero si acudimos a las declaraciones ofrecidas en su momento por John Squire (el responsable de todas las portadas del grupo) podemos extraer una segunda lectura más profunda. Obsesionado con la obra del pintor Jason Pollock, quiso trasladar la técnica de éste a todo lo referente con el diseño de los STONE ROSES creando esa característica y reverenciada estética de los singles y maxis del grupo. Para el debut en lp diseñó una composición con los antedichos elementos superpuestos sobre una de sus pinturas, con la intención de plasmar la progresiva americanización que, según su autor, estaba vampirizando a Inglaterra en aquel momento. Respecto a las rodajas de limón, se inspiró en un agitador del Mayo del 68 francés que siempre llevaba un limón en el bolsillo, ya que al aspirarlo anulaba los efectos de los gases lacrimógenos empleando por la policía para disolver manifestaciones. Es decir, un particular modo de resistencia trasladado en su simbolismo veinte años después para la revolución que los STONE ROSES planeaban. Finalmente, la contraportada, con esa más que emblemática fotografía en blanco y negro es la respuesta: un grupo radiantemente joven enfundado en una especie de colisión entre la clásica estética mod y el desaliño indie. El mensaje era obvio: esto es el nuevo pop inglés, que no reniega del pasado, pero que tampoco pretende ser su parásito. Y tú, una vez que lo escuches, vas a asistir a un descubrimiento que cambiará tu vida.
Así que, en clave de recuerdo o en clave de descubrimiento, deslicemos suavemente la aguja por el surco del disco y dejemos que la emoción discurra libremente por estas líneas sin cortapisas. “No tengo que vender mi alma / él ya está dentro de mí” . Con esta concisión y precisión, arranca “I wanna be Adored” , el primer corte del disco y uno de los más emblemáticos himnos sobre el sueño pop. Dos esqueléticos versos repitiéndose con malévola insistencia, apenas intercalados por el “yo quiero ser adorado” que lo titula. Los canta una voz que recorre toda la gama de colores de la paleta de los veintialgo - fragilidad, melancolía, mala hostia, misterio, narcisismo, vulnerabilidad y, cómo no, el “yo estoy aquí y este es mi momento” - y los sustenta un entramado rítmico que apela a las esencias hipnóticas e industriales de JOY DIVISION, con un Reni glorioso invocando con brío a Moe Tucker, mientras la fina guitarra de John Squire traza un dibujo melódico, clásico ya de la música contemporánea y capítulo clave para millares de guitarristas en la década posterior. Estos cerca de cinco minutos dejan claro que este disco ha nacido para perturbar y conmover, para aprehender las esencias de una edad y sus contradictorios sentimientos, y dejar tras de sí la estela de clásico.

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